miércoles, 20 de agosto de 2014

De Dashiell Hammett a Lehman Brothers. Guillermo Orsi



GUILLERMO ORSI

halcon-maltes-guillermo-orsi-otrolunes30La pregunta más frecuente en torno a la novela negra, tal vez el lugar común de las conversaciones sobre ella, es la referente a su origen. ¿Cuándo, dónde, quién? ¿Cuál es el punto de ruptura o de inflexión entre la novela de enigma, el policial clásico, y lo que daría en llamarse novela negra? El abanico de respuestas posibles casi no varía y reconoce en los clásicos norteamericanos del género la legitimidad del cambio en los usos y las costumbres narrativas, con Dashiell Hammett y Raymond Chandler encabezando la lista.
La crisis capitalista de la década del treinta del siglo XX, los cambios sociales y políticos derivados de la misma en una sociedad multiétnica, conformada –como la sociedad argentina— por la colonización europea, clava una pica de inconformismo en el corazón de un proyecto que se proponía hegemónico. El colono blanco y de habla inglesa, que empezaba a verse condicionado a compartir su supremacía sobre la población originaria diezmada por inmigrantes llegados de otras regiones europeas y con idiomas diferentes, empieza a advertir y a sufrir en carne propia las grietas del sistema. Esta fisuras se profundizan en el período llamado “de entre-guerras”, lo que da lugar al ascenso ya irrefrenable del fascismo en Europa y el colapso de valores hasta entonces de una solidez casi religiosa, como los del progreso permanente y la solidaridad entre las clases oprimidas del planeta, esperanza que habían alumbrado las revoluciones mexicana en 1910 y la rusa en 1917, esta última en medio del colapso producido por la Primera Guerra Mundial.
No suena entonces desacertado vincular el origen de la novela negra con la percepción que de la crisis de 1930 se tuvo en los Estados Unidos. El choque de una economía del tamaño de la norteamericana contra cualquier obstáculo de importancia equivale al del Titanic con el iceberg en el Atlántico Norte. Desde la cubierta de primera clase hasta las bodegas donde se hacinan los inmigrantes, los daños del impacto se propagan con rapidez y cunde la alarma. Claro que, a diferencia del lujoso trasatlántico, en el choque de toda economía los que sucumben son sólo los de abajo. El impacto es absorbido por los de arriba que, en no pocas ocasiones, son los únicos ganadores en medio de la derrota.
Hasta la aparición de Dashiell Hammett, la novela policial respondía al modelo frecuentado por Agatha Cristhie y Arthur Conan Doyle. Los hechos criminales se daban en ambientes neutros, preferentemente en la clase alta –de allí el cliché de “el asesino era el mayordomo”— y eran resueltos por mentes analíticas, más cercanas a las de un matemático que a las de un policía o detective privado.
Hammett inaugura, con Raymond Chandler y otros contemporáneos, lo que luego conoceríamos como novela negra: el policial con inserción y connotaciones sociales. Así, el desarrollo de tramas en las que la violencia se vuelve explícita suena como la música de fondo de una acción que no necesariamente conduce al esclarecimiento de los hechos. Si algo tiñe de un gris oscuro a la novela negra es el escepticismo de sus protagonistas respecto de la posibilidad de hacer justicia.
¿Qué sucedía mientras tanto al sur del continente americano, específicamente en Argentina? El policial clásico, la novela de enigma, conservaba su vigencia. Las consecuencias literarias de la gran crisis capitalista 1930 teñían en todo caso la novela social de autores como Leónidas Barletta, uno de los fundadores –junto a Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque y Roberto Mariani— del llamado Grupo Boedo, que se situaba en la “vereda proletaria” opuesta a los escritores afines al Grupo Florida, entre los que ya descollaban Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal y Raúl González Tuñón.
A unos y otros, sin embargo, el fenómeno del policial parecía serles ajeno, como mucho una curiosidad extra-literaria, sobre todo para los vanguardistas que abrevaban en la renovación de las formas narrativas antes que en el contenido. Había razones objetivas para que la violencia social desbordara las preocupaciones de escritores comprometidos con la realidad –los del Grupo Boedo, sobre todo—: la represión a los trabajadores rurales en la Patagonia y a los obreros metalúrgicos de los talleres Vassena en Buenos Aires marcaron una época de fuertes enfrentamientos, en una Argentina donde la inmigración europea jugó un rol muy importante en la conformación de su clase media y obrera. Sin embargo, el policial resultaba un género menor. Y el ejemplo de la novela negra norteamericana tardaría en contagiar a nuestros autores.
Se cita con frecuencia –entre las “travesuras literarias” que compartieron Borges y Adolfo Bioy Casares— la creación conjunta de Bustos Domecq, un autor ficticio responsable de las andanzas detectivescas de Isidro Parodi. El relato policial de corte clásico atraía a Borges y a su amigo Bioy tal vez porque reunía elementos deductivos similares o emparentados a los que Borges empleó en sus cuentos y en sus “Inquisiciones”, juegos de acercamiento, por afinidad o descarte, a verdades siempre presuntas, a conclusiones siempre provisorias sobre temas y personajes de la literatura universal. Ambos autores fueron los responsables de la colección de relatos policiales El Séptimo Círculo, editada por Emecé a partir de la segunda mitad de la década de 1940, que alcanzaría una merecida repercusión entre lectores afines al policial de todo el mundo.
¿En qué momento, bajo qué circunstancias o a partir de qué autores empieza “lo negro” a infiltrar y teñir la novela policial en la Argentina? Hay varias conjeturas y se ha escrito bastante sobre el tema. No soy experto ni me tomo otras atribuciones que las de un lector no siempre consecuente, en rigor bastante despegado de los géneros como norma de lectura. Pero debo coincidir en que sea tal vez el post-peronismo –la etapa iniciada con el derrocamiento del gobierno de Juan Domingo Perón, en 1955— la circunstancia histórica en que algo empieza a cambiar en la percepción de país progresista que impregnaba lo que pomposamente se llamaba el “ser nacional”.
La llegada del peronismo al poder, diez años antes, en 1945, marcó la irrupción de grandes masas de trabajadores rurales en las ciudades más importantes, como Córdoba, Rosario y Buenos Aires. El peronismo promulgó leyes sociales que hasta entonces habían sido “cajoneadas”, escamoteadas al debate y la aprobación parlamentaria: el voto femenino, la jornada laboral de ocho horas, las vacaciones pagas, el salario mínimo y otras conquistas. Su derrocamiento, a manos de un golpe militar fogoneado por la oligarquía agropecuaria y aplaudido en su momento por grandes sectores de la clase media que bajo el peronismo se sintió “acorralada por la invasión de los negros del interior”, abrió una grieta en esa década donde los derechos sociales habían sido reivindicados y estimulados desde el poder político. Una sorda represión, que los medios de comunicación se encargaron de silenciar, se ensañó con los partidarios del gobierno derrocado. Ya en junio de 1955, la marina de guerra había bombardeado en pleno día laboral la casa de gobierno y sus adyacencias, dejando un saldo de alrededor cuatrocientos muertos, todas víctimas civiles. En septiembre del mismo año cae Perón y, apenas un año más tarde, un grupo de militares y civiles se complota para intentar reponerlo en el poder. El intento fracasó, los responsables militares fueron apresados y su cabecilla ejecutado en la prisión de Las Heras. Asimismo, un grupo de civiles fue ejecutado clandestinamente en un basural de la localidad suburbana de José León Suárez, en las afueras de Buenos Aires.
Este suceso sangriento, silenciado también, sería investigado y luego novelado por Rodolfo Walsh, en una breve pero intensa narración de los hechos, Operación masacre (1957), que muchos definen como antecedente de la célebre A sangre fría (1966), de Truman Capote. Ambos trabajos se inscriben en ese difuso límite que separa a la ficción pura de la ficción construida sobre hechos reales, más cercana a una crónica periodística si no incluyera elementos dramáticos de una honda carga literaria.
Es así que se adjudica a Walsh ser una suerte de iniciador de la novela negra en la Argentina. No comparto este juicio, en tanto intente ser taxativo, pero reconozco que la rica potencia de su escritura bien podría haberse manifestado en otro texto que no abrevara en una tragedia real. O tal vez no. Porque finalmente nada parecido había sido escrito, ni se había dado antes una circunstancia política de la magnitud que tuvo el ascenso, apogeo y caída del peronismo durante la década de 1945 a 1955 que lo inspirara.
Desde aquella novela social de los años treinta y cuarenta del siglo XX, hasta estas primeras letras de la novela negra durante la década del sesenta del mismo, había transcurrido poco más de diez años. Intensos, por cierto. Una verdadera bisagra histórica que influyó en la cultura argentina de modo muchas veces polémico pero inocultable.
La novela policial clásica siguió circulando entre sus numerosos lectores. La colección Rastros1, por ejemplo, fue muy popular durante esos años, editando autores norteamericanos pero también de habla hispana, y algunos argentinos, muchos de ellos bajo seudónimos, tal vez reacios todavía a embanderarse en un género que “la academia” consideraba menor.
Años difíciles, desde el punto de vista del reconocimiento, fueron para la novela negra argentina los finales de los sesenta y comienzos de los setenta del siglo XX, aunque ya despuntaban autores como Geno Díaz (autor de Moriré sin conocer Disneylandia, de 1979) u Osvaldo Soriano (de Triste, solitario y final, de 1973), dueños de un estilo melancólico y mordaz que los acerca o reconoce como a una suerte de “tangueros de la literatura”.
Y es que el tango no podía estar ausente de una novela negra escrita en la Argentina, predominantemente en o sobre Buenos Aires como representación de la gran urbe, la ciudad apetecida y violenta, la amante insatisfecha y arbitraria de tantos poetas y escritores de novelas en todos sus géneros. No habrá más penas ni olvidos (1978), una de las más difundidas novelas de Soriano, recoge su título del tango de Gardel y Lepera “Mi Buenos Aires querido”, en tanto Los desangelados (1977), otra novela de Geno Díaz, ambienta su acción en el porteñísimo barrio de Mataderos y fue llevada al cine en 1981 por Sergio Renán bajo el título de Sentimental (Réquiem para un amigo), una versión estructurada sobre los ambientes grises, melancólicos y fatalistas que propone el tango en sus versiones más melodramáticas.
Es en el tango donde se templan los aceros de la amistad y la traición, el tango que Borges estiliza en sus malevos y caudillos. Borges, que declinó ostensiblemente la tentación de la novela, se atrevió en sus poemas y cuentos a bajar al barro del suburbio, y hasta escribió letras de algún tango, enhebrando piezas de una violencia ceremonial, demorada en los gestos, en los rituales previos a la comunión con el destino, para cerrar toda salida de un solo tajo, de una sola mirada como el tiro de gracia.
Hay mucho tango en la novela negra argentina, aunque no se lo mencione de modo explícito. Mucha reivindicación de la amistad, mucho duelo en callejones sombríos, mucho ajuste de cuentas en los compases de tramas armadas en la trastienda de la mítica ciudad-puerto. La amistad es el eje de El desquite, una exitosa novela de Rubén Tizziani, lo mismo que de Noches sin lunas ni soles(1975), otra novela de este autor también trasladada al cine2.
El desquite se publica en 1978, año en que la dictadura militar argentina se regodeaba sobre la cima de la pirámide mortuoria que había armado como estructura de su poder. La Argentina ganaba ese año la Copa Mundial de Fútbol, en un campeonato celebrado en Buenos Aires. La ciudad cantada por Gardel albergaba centros de detención clandestinos –el principal de ellos, el más conocido por la cantidad de víctimas que produjo: la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), situada en el barrio porteño de Núñez, muy cerca del estadio de River, donde Héctor Oesterheld sitúa la acción inicial de El Eternauta3. En esa historieta (“comic” o “tebeo”: narración con guión e imágenes), una invasión extraterrestre se abate sobre una población inerme, sorprendida, que de a poco va encontrando los métodos de resistencia al opresor.
Dibujada por Solano López, El Eternauta fue la piedra de toque, la voz de alarma que alertó a los dictadores sobre los lenguajes poderosos de la cultura. Si bien Oesterheld era militante de la organización político-militar “Montoneros”, la saña con la que él y su familia fueron destruidos no se explica sólo en su compromiso político sino en la necesidad, por parte de la dictadura, de escarmentar a un sector por el que la mayoría de los tiranos de la tierra sienten tanto desprecio como indiferencia: el de la cultura.
En la novela de Tizziani El desquite, la muerte de un amigo lanza al protagonista al mundo de la noche, campo de batalla de mafiosos que regentean el juego, la droga y la prostitución. Al heredar un par de bares nocturnos con todo su personal, Parini –el protagonista— se hunde en un fangal de violencia pero también de lealtades y pasiones desconocidas en su vida de pequeño burgués.
Quizás sea esta novela la que abre el rumbo en las bodegas del “Titanic” en el que la dictadura había embarcado a la Argentina. El monolítico discurso oficial no admitía réplica ni cuestionamiento alguno. Rodolfo Walsh pagó con su vida su Carta abierta a la junta militar, en 1977, a un año de instaurada. Desde entonces, toda voz disidente se acalló. Pero como sucede con frecuencia en la historia del autoritarismo, la cultura se las ingenia para filtrar aquellos valores que siguen intactos –aunque maltrechos—: la resistencia a la sumisión, la dignidad de los afectos más entrañables, el compromiso con ideas que no sucumben a la condena de los fascismos.
La violencia con la que se encuentra el tal Parini puede ser leída como emergente de la violencia política de esos años, el grito de una sociedad amordazada y cegada, obligada a replegarse en sí misma, condicionada en sus reflejos por un brutal individualismo y una convocatoria permanente a la delación, a la traición como acto supremo y virtualmente obligatorio, en muchos casos, para conservar la vida.
El mismo clima envuelve a Últimos días de la víctima (1979), novela escrita y luego llevada al cine, en 1982, aún en dictadura por Adolfo Aristarain –quien ya había filmado en 1978 La parte del león y sorprendería luego, ya en los tramos finales de la dictadura, con Tiempo de revancha.
Novela negra y cine encontraron muy pronto el punto de fusión, la esquina del encuentro, la simbiosis de lenguajes disímiles, tantas veces en conflicto. También, y aunque ya fue citada, vale recordar Sentimental, de Sergio Renán, un entrañable policial sobre Los desangelados, la bella novela de Geno Díaz, filmada y exhibida en plena dictadura.
Ni la abortada guerra con Chile, de finales de 1978, ni la guerra de Malvinas, de 1982 –las dos aventuras bélicas de la dictadura— fueron en su momento abordadas por la literatura y el cine. La censura era férrea y cualquier intento de burlarla se habría pagado con la vida. Pero la expresión artística, como las aguas del río, busca otros cauces si encuentra cerrados sus caminos naturales. Y “lo que cuenta contar” en tiempos de opresión no son tanto los hechos puntuales sino las causas que los provocan, el latido de la muerte omnipresente, la necesidad de aire y luz en un ambiente cultural clausurado, un verdadero campo de concentración de las ideas –como lo es toda tiranía. No es casual, entonces, el auge del género negro bajo la dictadura argentina. Aunque tal vez la palabra auge sea excesiva en términos del acotado mundo editorial que, al retirarse la dictadura y en los primeros años de democracia –a partir de 1984— inundó el mercado con libros de denuncia e investigación sobre los desmanes sufridos en los años anteriores y, muy pronto, sobre los condicionamientos políticos y económicos que encontraba la recuperada democracia.
Se siguió escribiendo novela negra, sin embargo.
Si el ejercicio de la literatura estuviera condicionado por las modas y exigencias del “mercado”, tendrían razón los que a cada rato extienden certificados de defunción a la creación artística y pontifican sobre reiteraciones, costumbres, modas culturales tan arbitrarias, banales y efímeras como las de la alta costura.
La recuperada democracia argentina nació en días tormentosos. En 1983 México había denunciado su deuda externa, generando una crisis que se extendió rápidamente al resto de los países endeudados de la región. La deuda externa argentina había crecido exponencialmente durante la dictadura 1976-1983, pasando a comprometer gran parte de su producto bruto interno. Las negociaciones con los organismos internacionales de crédito comenzaron a ocupar los titulares de los diarios, en concordancia con reiterados fracasos de los sucesivos “planes de ajuste”. El gobierno surgido de las elecciones de fines de 1983 había conocido su momento de gloria durante el juicio a la junta de comandantes. Pero reiteradas sublevaciones militares –exigiendo la nulidad de lo actuado en el juicio o el acotamiento de toda condena sólo a los responsables máximos—, se sumaron al desgaste de una economía que no atinaba a estabilizarse, producto de las intensas presiones devaluatorias de la moneda nacional y de cortes crecientes en los gastos del Estado.
Comento esta situación porque explica políticamente lo sucedido en ese período y pone en primer plano la importancia que adquirió en todos esos años el poder financiero, reemplazando progresiva y fatalmente a la economía productiva y agravando aún más el ya fuerte deterioro que habían experimentado las relaciones sociales durante la dictadura.
La década del 1990 fue la de la “restauración monárquica”. Si bien Argentina es una república, el esquema de poder surgido de la crisis hiper-inflacionaria que barrió en 1989 con la primera administración democrática impuso un capitalismo salvaje que, en nombre de la eficiencia de la empresa privada y la reducción del Estado, completaría la tarea de demolición iniciada bajo la dictadura. El saldo: casi el 50% de la población argentina en los límites de la pobreza y un amplísimo sector, dentro de esa ya devaluada franja, arrojada a los abismos de la miseria.
Semejante panorama fue el caldo de cultivo de análisis, ensayos, documentos y ficciones que trataron, ya no de explicar unos orígenes que para la mayoría estaban claros, sino de echar un poco de luz sobre los alcances y las consecuencias de la devastación.
Si hay coincidencia en que el origen de la novela negra puede rastrearse en las novelas de Hammett o de Chandler en los Estados Unidos asolados por la Gran Depresión, puedo decir sin mayor margen de error que la novela negra argentina tiene su “big bang” entre los escombros de la política neo-liberal aplicada a rajatabla en los años de la década de 1990.
En lo personal, pese a escribir desde mi infancia y a que mis primeros trabajos publicados nada tuvieron que ver con el género, me encontré con mi primera novela negra poco tiempo después de acabada esa década. Los efectos sociales del capitalismo salvaje ya eran evidentes en los primeros años de los noventa: marginalidad, aumento de la violencia ligada al delito, proliferación de redes de narcotráfico contaminando la vida cotidiana en las denominadas “villas miseria”, zonas liberadas para la trata de personas, complicidad policial, desaforada corrupción política.
Imposible permanecer indiferente, cerrar los ojos, eludir el tema.
Comparto la sospecha de que la literatura no debe abrevar en lo inmediato, en la primera plana de los diarios. La novela negra no es una crónica roja –no debería serlo, aunque haya tantos ejemplos para desmentirme. Diría, en todo caso, que la buena novela negra no es crónica periodística, no es descripción de los hechos, planteo del enigma, solución sorprendente, castigo final o impunidad. Aún conteniendo todos o parte de estos elementos, la novela negra debería ser, antes que cualquiera de ellos o su combinación, literatura. Búsqueda, caminos en la niebla, tanteo y percepción, estructuras inestables para soportar historias cuyos desenlaces deberían ser ignorados por el propio autor, hasta no estar lo bastante cerca como para jugarse por ellos.
Con frecuencia esto no sucede. Tal vez porque el lector –si tal abstracción es posible, si puede aislarse a una suerte de lector medio, si no ideal— rechaza la idea de correr los mismos riesgos que corre el autor, los que los protagonistas de una novela asumen como parte del juego. Tal vez porque esa abstracción, ese lector medio, surge de la especulación de los editores que dicen saber interpretar y conformar a las apetencias del mercado.
La crisis global detonada a partir de la caída de la mega-consultora financiera Lehman Brothers, a fines de 2008, sacudió la modorra editorial y puso en emergencia a muchos autores que habían construido sus obras montados en la certeza del “fin de la historia” anunciado por Fukuyama.
Porque también la literatura –y la novela negra, como parte de ella— había sido alcanzada por el llamado “pensamiento único” del fin del siglo veinte. Eran tiempos de un capitalismo arrollador que avanzaba en triunfo sobre sus colonias y proyectaba su influencia sobre la parte del mundo que en la posguerra se había plantado como amenazante alternativa.
La caída del Muro de Berlín, en 1989, fue parte de las páginas finales escritas por un John Le Carré global, el final a toda orquesta de la ideología que se había atrevido a cuestionar el origen divino del capitalismo, la herejía filosófica de una revolución que había entrado desde mucho tiempo antes en su cono de sombras, de una nave que en su mar de sargazos había perdido ya no el rumbo sino la posibilidad misma de navegar.
Las novelas de espionaje, las tramas que se nutrían de las imágenes de un mundo post apocalíptico, parecían haber encontrado su techo.
Los sucesos del 11-S en Nueva York, con el ataque fundamentalista a las Torres Gemelas, patearon, apenas iniciado el siglo XXI, ese tablero adormecido.
Así, la “gran batalla” del neo-liberalismo encontró a los escritores huroneando entre los escombros del derrumbe, hilvanando a nuestro modo, siempre precario, mundos dispersos y en fuga, solidaridades imprevisibles un par de años antes y la irrupción o regreso anticipado de los viejos fantasmas.
En la Argentina, la crisis conocida como “el corralito” fue nuestro once de septiembre. Las “torres gemelas” derrumbadas fueron la de la religión neo-liberal y la de la sociedad de clase media. Los espejismos de la década anterior se esfumaron en la cruda realidad emergente de los sucesos de diciembre de 2001, los más de treinta muertos y el presidente trepando a un helicóptero para huir de la casa de gobierno y del poder.
Siete años antes de la caída de Lehman Brothers, los argentinos corrimos una vez más a los botes pero esta vez, a diferencia de naufragios anteriores, no había botes, el barco se hundía con todos –o casi todos— a bordo.
La que en Argentina llamamos “patria financiera” había coronado su década de estropicios cerrando los bancos, capturando los ahorros de la empobrecida clase media, expulsando a buena parte de sus miembros a la calle, ejecutando hipotecas, echándolos de sus trabajos, quebrando sus pequeños negocios, engrosando en pocos meses las filas de los desahuciados del sistema, los cartoneros, los piqueteros, toda la variopinta fauna que un Goya rioplatense habría reciclado como a los nuevos horrores de la guerra.
No lo hizo “un Goya” pero intentamos hacerlo los escritores.
En mi novela Nadie ama a un policía (2007), los personajes se mueven en ese escenario que Blade Runner no sospechó tan al sur ni tan cercano en el tiempo: los restos humeantes de una sociedad arrasada por los experimentos de laboratorio del capitalismo, el campo de pruebas, los cobayos, el amor y la muerte reconociéndose en esos despojos.
Lo mismo sucede en mi novela posterior, Ciudad santa (2009), en la que Buenos Aires no es Jerusalén ni pretende serlo, donde la escenografía de cartón pintado montada frente al río más ancho del mundo y contaminado es apenas un espejo roto y desarticulado que sigue potenciando el eclipse, el sol negro de la corrupción y la violencia.
Autores jóvenes recogen en esta segunda década del siglo XXI esas bengalas, los fuegos naturales de una hecatombe social que huye por los resumideros para esconderse sin desaparecer, esa “música de cañerías” –en palabras rescatadas de Bukowski— que resuena en los órganos de iglesias desangeladas, descristadas, oscuras y malolientes, la única música que desafina, que chirría pero que no se aquieta, no por ahora y mientras las aguas negras de la novela sigan, encrespadas y sucias, estrellándose contra los acantilados de la hipocresía burguesa, contra el orden autoritario y las pesadillas de los ricos, esa música, esa literatura, que los “brokers” de Lehman Brothers inauguraron sin saberlo, sin proponérselo ni imaginar que los condenados y los muertos volverían por ellos.
Justicia de ciegos, de zombis –tan de moda hoy—, de reptiles con ojos de águila, justicia poética y voraz, justicia arbitraria y fecunda que, en la tierra siempre prometida de la ficción, llega para ser instalada y defendida por la novela negra argentina.

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